Sobredosis
And I would, and I would destroy your
god.
Yes I would, if I could, destroy your
god.
Because you're born again,
Until you're worn again.
Otro whiskey más e iban… no, ya había perdido la cuenta. No tenía sentido
seguirla, tampoco. Lo mismo con los opiáceos, aunque de estos últimos calculaba
que estaba por el cuarto de la noche. También había perdido la cuenta de la
cantidad de noches que llevaba así. O días. Ya no distinguía demasiado entre
día y noche. Para él la vida se había convertido en una sucesión confusa de
momentos de relativa sobriedad mezclados con períodos de estupor absoluto a
causa de los fármacos y el alcohol. Si alguien le hubiese contado cuando se
recibió de farmacéutico que así era como iba a terminar, sacando ventaja de su
acceso fácil a las drogas, hubiese pedido una medida doble de lo que fuera que
esa persona estuviese tomado y probablemente se habría volado los sesos ahí
mismo. Últimamente su propio cinismo era lo único que lograba levantarle el
ánimo. Al menos lo suficiente para pasar por la farmacia de la que era dueño,
preguntarle al encargado cómo iba todo (como si le importara) y llevarse un par
de cajas de analgésicos (eso sí le importaba). ¿Seguía con dolores su mujer?
Sí, sí, está complicada. Ah, bueno, ojalá se recupere pronto. Gracias. Adios.
Su mujer. Hacía rato no pensaba en su mujer. La había bloqueado de su
cabeza. Sabía que había existido, sí. Pero ya no cumplía el rol de compañera de
vida. No había una vida que requiriese de compañía tampoco. Después de lo que
había hecho… no, no había vuelta atrás. Para ninguno de los dos, si bien ella
sostenía la fantástica creencia de que había hecho lo correcto. Para ella lo de
su marido era una etapa, tenía que pasar el duelo y la larga iba a entender que
todo estaba bien, que las cosas se habían dado así porque Jesús lo había
querido así. A él el divorcio nunca se le cruzó por la cabeza, porque sabía que
él mismo ya estaba dañado de forma permanente e irreparable. Un papel que los
declarara legalmente separados se le antojaba risible y casi insultante. Y
ahora, bueno, ya ni siquiera pertenecía a esa vida, ¿qué más daba? Tampoco le
interesaba confesarle a nadie lo que había pasado; ya era tarde para eso. Y no
tenía ganas de lidiar con todo el revuelo que surgiría de hacerlo. ¿Para qué?
No iba a encontrar paz ahí.
¿Por qué no se mataba, simplemente? No tenía una respuesta concreta para
eso. Las ganas de hacerlo estaban, pero le faltaba el coraje. Y algo más. Un
propósito. No un motivo, el motivo ya existía. Un propósito en cuanto a darle
un sentido trascendente al suicidio. Simplemente dejar de sufrir no era
suficiente. Además, el desayuno (y cena) de campeones compuesto por analgésicos
y whiskey que consumía a diario evitaban que tocara fondo del todo y tomara la
determinación final. Por supuesto que sabía que no iba a durar mucho más así;
tenía el hígado como un pollo al espiedo y la piel ya parecía de cuero. Cuando
estaba sobrio le dolía todo, y no era precisamente por la edad. Alguna vez un
vestigio de otra vida, que al parecer no se había enterado de nada, lo llevó a
pensar que debería tomar un ibuprofeno para el dolor que lo atacaba en esos
momentos. Ja, ja. Ahí va el cinismo otra vez.
Un propósito. La muerte de su hijo había tenido un propósito. O eso le
habían dicho. Quizás por eso él buscaba sentir algo similar. ¿Qué otra manera
existía de darle sentido a algo sino? Un propósito por otro. Qué estúpido
pensar así sobre la muerte, pero, de verdad, ¿qué más le quedaba? Estaba solo.
En su casa vivía alguien, una persona a la que había ignorado durante demasiado
tiempo, tanto que casi se había olvidado de que compartían el mismo techo.
¿Quién era? ¿Qué era?
Durante una tarde de pseudo lucidez lo asaltó un pensamiento; ahora
entendía. Después de tanto tiempo, entendía. El propósito que buscaba tenía que
presentarse como un castigo. No justicia, para eso ya era tarde. Castigo. Él
tenía que irse sin dejar en pie aquella pantomima absurda que había significado
el fin de su existencia y la de su hijo.
En la teoría todo sonaba muy lógico. Tan lógico como algo así puede sonar.
Pero no estaba en un estado que le permitiese llevarlo a la práctica. No podía
coordinar pensamientos ni acciones después de una botella de Jack Daniel’s y un
blíster de OxyContin todas las noches. Decidió entonces que iba a tratar de
morir sobrio. Le costó, pero de a poco la botella entera se convirtió en media,
de media pasó a ser un tercio y por último era solamente un vaso. Y uno o dos
Oxys en vez de un blíster. No iba a ganar ninguna medallita de Alcohólicos
Anónimos, pero eran pequeños pasos que de a poco lo conducían hacia la
realización de aquel propósito que se había planteado. La presencia comenzó a
cobrar forma de mujer. La mujer pensó que el hombre finalmente estaba saliendo
del duelo, que finalmente Dios o Jesús o la virgen o quien sea lo estaba
ayudando, etc. Él no intentó convencerla de lo contrario y continuó
ignorándola, pero ahora sabía quién era.
Una noche, después de haber terminado de limpiar y aceitar el revólver que
le había quedado como herencia de su padre, permaneció sentado un rato largo
con la mirada fija en la pared mientras jugaba con una bala, haciéndola bailar
entre los dedos, y tratando de hacer durar el único vaso de whiskey que se
permitía. En un momento dado apareció la mujer, con la sonrisa condescendiente
que la caracterizaba. Hacía aproximadamente una vida que él no iniciaba
conversaciones con ella. Decidió romper con ese patrón.
—¿Sabés? Estaba pensando… qué
bueno sería poder tomar este revólver y asesinar a tu Dios.
La sonrisa se desvaneció.
—¿Por qué decís algo tan
horrible?
—Porque es la verdad. Si
pudiera, destruiría a tu dios. ¿Por qué no? Si él puede decidir sobre la vida
de otro. Es lo que me dijiste con respecto a nuestro hijo después de que lo
sofocaste en la cuna, ¿te acordás? Que era su voluntad.
—Fue la voluntad de Jesús. Yo lo
escuché perfectamente, Él me lo dijo. Me dijo que no era el momento, que ese
bebé…
—Ese bebé era nuestro hijo.
—Nuestro hijo no tenía que estar
en este mundo aún. Me dijo que iba a volver a nosotros en el momento propicio.
—Y por eso lo mataste.
—Liberé un alma que estaba
atrapada en un cuerpo que no le correspondía. El alma de nuestro hijo volverá
con nosotros. Fue Su voluntad.
—No habrá otro bebé —dijo
mientras tomaba el revólver y con lentitud colocaba una bala en una de las
recámaras.
—Se nos va a presentar de otra
forma, entonces. Es Su voluntad que vuelva a nosotros.
Él rió. Se sorprendió levemente del sonido de su risa, que ya había
olvidado. Otra bala fue a parar al tambor.
—Al final destruir a tu dios es
más fácil de lo que pensaba; basta con deshacer su voluntad.
El primer disparo impactó en el pecho de la mujer. De Dios. De Jesús. Del
monstruo. Él no sintió nada en ningún momento.
Quizás los opiáceos le habían arrebatado esa capacidad.
Quizás la mujer no estaba tan equivocada y él también era un cuerpo
pudriéndose lentamente cuyo único fin era mantener cautiva un alma que pugnaba
por salir para reunirse con la de su hijo.
Quizás también la había liberado a ella, separando su alma de su mente
enferma.
Quizás, en otra vida…
No importaba. El segundo estallido del revólver fue un signo de exclamación
al final de todo lo que lo había llevado hasta ese punto.
La sangre de ambos se mezcló en el piso de la cocina, espesándose.
Volviéndose una.
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